Hay ramos “solidarios” para regalar
el “Día de la Madre ”,
hay lemas como “Grandes te quiero en
frascos pequeños”, o “Madre sólo hay
una ¡díselo con flores!”, hay cocineros radiofónicos que proclaman la bondad
de las madres como dietistas, hay, en fin, una propaganda empalagosa y
meliflua, difícil de resistir; aunque lo más molesto puede que sea la avalancha
de mensajitos, vía email, sobre la intrínseca abnegación de las madres y lo
estupendas que somos todas; incluso llega a la bandeja de entrada una retahíla
de virtudes maternas, redactadas, supuestamente en verso, por una adalida, en forma
de cadena, como las que mandábamos las niñas en pleno nacional-catolicismo, para conseguir no sé qué bienes espirituales; aquellas
se escribían a mano y se mandaban por correo normal, ahora éstas son laicas: “Por
favor envía esto a cinco mujeres fenomenales. Si lo
haces, algo bueno pasará: le subirá la moral a otra mujer... ”.
Hasta aquí el teatro -“La vida es
puro teatro”- la realidad es que hay madres terribles: absorbentes, fagocitadoras,
desnaturalizadas y otras no tan malas, las que no tienen vocación.
No sé en qué grado de la escala de
maldad estaría la bisabuela Antonia. Cuando nació la primera de sus hijos, mi
abuela, las vecinas acudieron a ver a la niña, como hacían siempre en el barrio
de Caranza, y le llevaban a la parturienta los habituales presentes, chocolate
recién hecho y espeso, un caldo de gallina o unos bizcochos. Pero en el caso de
aquella niña recién nacida, se llenó la casa, y la entrada de las hortensias, de
gente, porque la que hacía de comadrona había anunciado que la niña era la más
bonita que había ayudado a traer al mundo. A los pocos días llegó el abuelo
paterno y, para celebrar la belleza de la criatura, le comentó a su nuera: “É
tan bonita a meniña, que si eu poidera ma levaba a miña casa”; la madre no se
lo pensó dos veces y le dio al abuelo la niña para siempre, con estas palabras:
“E, señor, se lle gusta, levellela”. Y el abuelo y su tercera mujer, que no era
la abuela de la niña, la bautizaron y prohijaron.
Si es que existe en las hembras
humanas el “instinto maternal”, y parece que lo corroboran afirmaciones como yo-por-Andreíta-mato, la bisabuela
Antonia estaba desprovista de él, no tenía el menor interés en ocuparse de los
hijos ni del marido, ya que dos de sus tres hijos varones, apenas adolescentes,
se embarcaron para América; y pudo desentenderse de su marido en cuanto su hija
se casó y se ocupó de su padre. Dada el ansia de libertad de la bisabuela
Antonia, cuando se quedó viuda, vivía sola y no aceptaba bien las constantes
visitas de sus nietas, a las que su hija enviaba -ella sí, dotada de “instinto
filial”- preocupada por la salud de su madre desnaturalizada. Cuando ya la
bisabuela no podía valerse por sí misma, la hija se la llevó a su casa y la cuidó durante varios años.
Esta oscura historia de la familia la
he contado en varias ocasiones a los amigos, inspirada quizá por mi querido Mark Twain, destructor de tópicos
en su autobiografía. Hace unos años conocí a un primo mío mejicano, al que le
conté la historia de nuestra bisabuela común Antonia, se interesó mucho
porque él no la conocía y su mujer, mejicana descendiente de alemanes, comentó:
“No sé qué historia de familia es más dura la tuya o la mía: mi tío abuelo
Günter fue juzgado en Nuremberg”.