martes, 31 de agosto de 2010

EL DELEITE DE LA CONVERSACIÓN (II)

Quintana dos mortos
En Venecia hay una pequeña plaza de losas de piedra húmeda, el Campo di San Lucca, por la que llega el paseante a través de callejas mágicas, guiado por un murmullo creciente de voces: son jóvenes, en grupos, todos de pie, que hablan y se pasan horas allí. En otros lugares, los jóvenes se reúnen para hablar y cantar en escaleras ya famosas: umbrías y cerradas entre edificios de piedra, como la de la plaza de la Quintana dos Mortos de Santiago, o soleadas y abiertas como la inmensa escalinata que va desde la Trinidad del Monte hasta la Plaza de España de Roma y la grandiosa de Trafalgar Square en Londres.
En Granada hay una majestuosa escalinata de mármol blanco, dentro del edificio del Instituto Padre Suárez, en la Gran Vía. Durante los recreos, en las horas libres o en los intervalos entre clases, aparece inundada de jóvenes que charlan y ríen, se conocen en ellas, se miran y se enamoran, comen chucherías en silencio, o repasan sus apuntes. Bajan o suben unas y otros serpenteando entre los escasos espacios libres. Cuando toca el timbre de entrada a clase, indefectiblemente a alguno se le cae la carpeta y los apuntes ruedan escalera abajo y unos ojos desesperados miran los folios dispersos. A veces, los jóvenes estudiantes conforman un curioso happening en las escaleras, que puede llegar a ser fascinante, como el de aquel día en que ya se iba a cerrar el Instituto por las vacaciones del Corpus a las 11 de la mañana -la Tarasca en la calle- y ellos, cientos de adolescentes, no se movían de su pacífica sentada, el murmullo era comparable al del Campo de Venecia, se negaban a irse, sentían la fiesta allí y no les importaba la de la calle.
En escaleras, en calles y plazas, los jóvenes se dedican al oficio enriquecedor de la conversación. La conversación como dulce placer, de la que también disfrutaron -lo contó Homero-, Penélope y Ulises, tras dieciocho años de separación, en la íntima y dilatada soledad de Ítaca.

viernes, 13 de agosto de 2010

EL DELEITE DE LA CONVERSACIÓN

Un misionero católico que llevaba muchos años en el Chad, le  pregunta un día a uno de los hombres más viejos de la tribu:
-¿Cuál ha sido lo peor que ha traído el hombre blanco?
-Las cerillas –contesta el viejo con convencimiento-
-¿Cómo las cerillas?
-Pues sí, porque, antes de que hubieran llegado las cerillas a la tribu, por la noche se hacía fuego en el claro del centro del poblado y todos los vecinos llegaban allí a coger el fuego y ese era el momento en que se contaban unos a otros lo que había pasado a lo largo del día o las historias antiguas. Desde que en cada casa hay cerillas ya nadie se reúne en plaza para conversar.
Los misioneros seguían la tradición apostólica de los conquistadores españoles que, supuestamente, llevaron la religión cristiana, la lengua y la  cultura a los “indígenas” o “salvajes” de América. Causa risa hoy las cuestaciones que se hacían en el día del Domund, durante el nacional-catolicismo, en el que se pedía para “los chinitos” o “los indios”, con unas huchas de cerámica con la cara de los pobres idólatras.
El viejo de la tribu añora su civilización, hoy contaminada, ya que la tradición oral era la herramienta de socialización de los pueblos; la conversación era el medio necesario y efectivo para transmitir la propia historia que quedaría grabada en la memoria de las generaciones. Y es que  pasan milenios desde que el homo sapiens caminó por la tierra hasta que la escritura hizo su aparición: las primeras manifestaciones de una escritura pictográfica datan de unos 6000 u 8000 años a. C., que no llega a parecerse a la alfabética hasta el final del cuarto milenio.
Incluso Sócrates (470 a. C. - 399 a. C.) prefería la comunicación oral sobre la escrita. A este respecto recuerdo la pregunta que les hice un día en clase a mis alumnos  y sus ingeniosas respuestas sobre el filósofo griego; la pregunta era por qué creían que Sócrates no era partidario de la escritura, a pesar de que elaboró oralmente todo un sistema filosófico. He aquí algunas de sus respuestas:
·        Porque era manco.
·        Porque era ciego.
·        Porque no sabía escribir.
·        Porque no tenía lápiz.
·        Porque era un flojo.
·        Porque tenía un negro.
·        No le interesaba escribir porque sus discípulos aprendían sus enseñanzas y no le hacía falta escribirlas.
           Parece que las dos últimas son las explicaciones que más se acercan a la realidad, porque desde luego tuvo Sócrates un negro insigne que escribió sus enseñanzas filosóficas. Y, por otra parte,  pensaba el filósofo griego, sobre su preferencia de la oralidad frente a la escritura,  que con la escritura se ponía en peligro la memoria y, por tanto,  escribir supondría un paso atrás en el progreso cultural.
(Continuará).