El novelista alemán Heinrich Boll, en “Opiniones de un payaso”, expresa su creencia de que sólo había tres católicos buenos: Juan XXIII, Alec Guinness y Marie, la amada del protagonista de la novela. Desde que leí la novela de este católico crítico, he tratado de añadir algunos nombres a su reducida lista y me salen muy pocos, la verdad: mi madre, por ejemplo, nacida en la primera década del siglo XX, era una católica buena, practicante sí, pero no papista, no le interesaban mucho las directrices vaticanas, especialmente las dirigidas a las mujeres, ya que sostenía que las opiniones del Papa sobre la concepción eran irrelevantes y siempre recomendó a sus hijas el uso de los nuevos métodos anticonceptivos. “El Papa”, nos decía a mis hermanas y a mí, “no tiene por qué meterse en la vida de las mujeres”. En la misma dirección actuaron muchas mujeres que vivieron el nacional-catolicismo franquista, y se las ingeniaron para controlar la maternidad, con lo cual, a pesar de la propaganda -premios a la natalidad y ventajas económicas que proporcionaba la familia numerosa-, no creció la población como se esperaba, cuestión científicamente probada por los índices demográficos de la época.
El protagonista de la novela citada explica que Marie utiliza el eufemismo hacer la cosa para nombrar la relación sexual: “Bañarse”, afirma, “es casi tan bueno como dormir, y dormir es casi tan bueno como hacer la cosa.” Pues bien, el Papa y la jerarquía católica siempre están a vueltas con la cosa: el miedo a las mujeres y el deseo de estos solterones los desazona de tal manera que pierden la razón hasta el punto de expresar disparates como el de Ratzinger sobre las ordenaciones de mujeres sacerdotes. Sin pudor alguno este anciano se ha atrevido a decir: “No es que la Iglesia no quiera, es que no puede". Inciso: no entiendo por qué las mujeres quieren ser sacerdotes y por qué no se desapuntan todas de esa Iglesia. Y aún algunos tertulianos insisten en que este señor es un pensador insigne.
A este respecto, estoy con mi admirada Patricia Highsmith, y hago mías las palabras de la protagonista de “El diario de Edith”, cuando, cansada de hacer las labores propias de su sexo y de limpiar orinales de un anciano al que cuida, piensa: “Me gustaría ver al Papa limpiando un orinal o incluso dando a luz por octava vez, quizá con una presentación de nalgas. ¡Embarazo eterno para el Papa, eternos dolores de parto! Después de todo, eso era lo que él deseaba a muchísimas mujeres”.