Según me cuentan mis informantes, el pasado verano y éste, las cosechas de tomate en las vegas del sur han sido espectaculares. Han crecido tomates que han llegado a pesar ochocientos gramos a los que se les da el nombre de “huevos de toro”. Un amigo les ha aplicado incluso el adjetivo de afrodisíacos a los tomates que ha saboreado. He asistido a conversaciones monográficas sobre este bello fruto en las terrazas de verano, donde lo primero que se ofrece es un gran plato de tomate “aliñao”. Yo tengo que pedir, clandestinamente, en la cocina una ensalada verde, y los compañeros de mesa me miran como a persona extraña, casi a-social, porque no comparto el sagrado manjar.
No se trata de que a mí no me guste el tomate, es que me da náuseas, incluso su aroma; y ya sé que hay muy pocas personas -sólo conozco a tres o cuatro- a las que le produce el mismo rechazo que a mí. Y todo este entusiasmo por el tomate que muestra la gente que me rodea me es indiferente, pero hay veces que me irrita; porque lo malo es aguantar, desde mi más tierna infancia, los reproches y consejos del personal, en frases como: “es que no habrás probado los que tienen buen sabor”, “pruébalo untado en una tostada con jamón y verás qué delicia”...Y, ¡hala!, aun peor son las explicaciones continuas que debo exponer ante los comensales. Mi familia cree que tengo mal fario para aliñar las ensaladas de tomate -dicen que no saben bien- y me liberan de hacerlas. Mi hija, cuando era adolescente, decía que las ensaladas que yo me preparaba eran “cubistas”, aunque ahora las comparte conmigo.
Pero todo esto es “pecata minuta”, teniendo en cuenta que hay tanta gente que disfruta de una hortaliza barata, que es la base de infinidad de platos mediterráneos y que ha consolado tantas hambres. Me contaban en un pueblo de la campiña cordobesa que la comida de las cuadrillas que iban a coger aceitunas, en la triste época del hambre de la posguerra, consistía en “una macetilla”, donde picaban tomate bañado con aceite. Se sentaban todos en el suelo y lo comían mojando trozos de pan pinchados con una navaja.