miércoles, 15 de agosto de 2012

LA ERÓTICA DEL TOMATE


Según me cuentan mis informantes, el pasado verano y éste, las cosechas de tomate en las vegas del sur han sido espectaculares. Han crecido tomates que han llegado a pesar ochocientos gramos a los que se les da el nombre de “huevos de toro”. Un amigo les ha aplicado incluso el adjetivo de afrodisíacos a los tomates que ha saboreado. He asistido a conversaciones monográficas sobre este bello fruto en las terrazas de verano, donde lo primero que se ofrece es un gran plato de tomate “aliñao”. Yo tengo que pedir, clandestinamente, en la cocina una ensalada verde, y los compañeros de mesa me miran como a persona extraña, casi a-social, porque no comparto el sagrado manjar.
No se trata de que a mí no me guste el tomate, es que me da náuseas, incluso su aroma; y ya sé que hay muy pocas personas -sólo conozco a tres o cuatro- a las que le produce el mismo rechazo que a mí. Y todo este entusiasmo por el tomate que muestra  la gente que me rodea me es  indiferente, pero hay veces  que me irrita; porque lo malo es aguantar, desde mi más tierna infancia, los reproches y consejos del personal, en frases como: “es que no habrás probado los que tienen buen sabor”, “pruébalo untado en una tostada con jamón y verás qué delicia”...Y, ¡hala!, aun peor son las explicaciones continuas que debo exponer ante los comensales. Mi familia cree que tengo mal fario para aliñar las ensaladas de tomate -dicen que no saben bien- y me liberan de hacerlas. Mi hija, cuando era adolescente, decía que las ensaladas que yo me preparaba eran “cubistas”, aunque ahora las comparte conmigo.
Pero todo esto es “pecata minuta”, teniendo en cuenta que hay tanta gente que disfruta de una hortaliza barata, que es la base de infinidad de platos mediterráneos y que ha consolado tantas hambres. Me contaban en un pueblo de la campiña cordobesa que la comida de las cuadrillas que iban a coger aceitunas, en la triste época del hambre de la posguerra, consistía en “una macetilla”, donde picaban tomate bañado con aceite. Se sentaban todos en el suelo y lo comían mojando trozos de pan pinchados con una navaja.

sábado, 4 de agosto de 2012

LA ESTELA DE SHEREZADE (II)

En la entrada anterior me he referido a las mujeres como las principales transmisoras de la tradición popular así como de la historia de la familia, pero, para hacer justicia, he de afirmar que los hombres de la mía: tanto abuelos, padre y algunos tíos han sido grandes contadores de historias. Si las mujeres solían contar alrededor de la mesa camilla, en la ciudad, o en la puerta de la casa, sentadas en sillas de enea, mientras cosían, en los pueblos, mi abuelo, pastor de la Tierra de Campos, hablaba mientras nos llevaba a los nietos en un carro tirado por el burro Campano y mi abuelo de la ciudad, marino, en las largas caminatas por las “corredoiras” de los montes gallegos nos contaba del mar y de lugares lejanos. Ambos también relataban historias de la familia y nos instruían en multitud de nociones sobre el campo y, en las noches de agosto, sobre las estrellas.
Entre las mujeres, las historias que más se prodigaban en las reuniones familiares -cuando yo ya había pasado la primera infancia- eran las de la Guerra Civil, tan cercana. Pueden parecer muy llamativos los testimonios de algunas mujeres que aseguraban que lo habían pasado bien en la guerra; -teniendo en cuenta que no se produjo ninguna desgracia-. Mi madre contaba que, cuando pasaba un avión sobrevolando la ciudad, los falangistas sacaban sus pistolas y, para hacer más gráfico el relato decía: “...y se dedicaban a tirar tiritos al aire: ¡pin!, ¡pin!, ¡pin!, me daba mucha risa verlos”. Contaba que iba en grupo con  muchachas a los hospitales a acompañar y consolar a los heridos, a leerles y escribirles las cartas y, además de pasarse en la calle mucho más tiempo que en circunstancias normales, afirmaba que nunca después habrían de estar rodeadas de tantos hombres atentos, más o menos guapos y agradecidos. Las relaciones con los soldados también se producían por carta, ellas hacían de “madrinas de guerra”. De contactos por este medio, entre madrinas y ahijados, derivaron muchas relaciones sentimentales más o menos duraderas.

1937
En el mismo sentido, se encuentra en dos ocasiones en la novela “Cinco horas con Mario” una confesión que hace la protagonista, Carmen Sotillo; dice así: ...yo lo pasé divinamente en la guerra...con las manifestaciones y los chicos y todo manga por hombro... Y es que la guerra supuso una liberación para las jóvenes, sujetas generalmente a una férrea disciplina y horario en sus casas, porque se había trastocado el orden y las reglas de la vida diaria. Parece como si en aquellos días terribles se activara el mecanismo del carpe diem, ya que nadie podía estar seguro de que al día siguiente hubiera comida, ni siquiera si se iba a seguir con vida. Pero la libertad de salir y trabajar se les acabó a las mujeres españolas al terminar la guerra y el Fuero del Trabajo las devuelve al hogar y “las libera de la oficina y de la fábrica”.
A este respecto es significativa una escena de la película “Un día en Nueva York”, en la que sucede lo siguiente: un taxista lee el periódico dentro del vehículo.
 Sinatra: -¡Taxi, taxi!
Taxista: -Lo siento, hoy no hago más carreras. Voy a devolver el taxi. Llego tarde.
Sinatra: -Por favor, señor.
El taxista aparta el periódico: ¡sorpresa! se trata de una chica con una sonrisa deslumbrante.
Sinatra: -¡Eh!, es una chica. ¿Por qué está conduciendo un taxi? La guerra terminó.
Taxista: -Nunca dejo lo que me gusta.