domingo, 22 de julio de 2012

LA ESTELA DE SHEREZADE


-Pero ¿cómo aprende alguien a contar cuentos que complazcan a los reyes? -pregunté cuando mi madre acabó de contar la historia de Sherezade-. Mi madre musitó, como si hablara para sí, que para una mujer ése era el trabajo de toda una vida. La respuesta no me ayudó gran cosa, por supuesto; pero luego añadió que, por el momento, me bastaba con saber que mis posibilidades de ser feliz dependerían de mi habilidad con las palabras. (Escribe Fátima Mernissi en “Sueños en el umbral”).
Las mujeres, quizá hasta el siglo XX, han necesitado las palabras para conformar estrategias de dilación en la entrega amorosa y establecer pactos y treguas. De ahí que hayan sido las dueñas de la oralidad y se convirtieran en las principales transmisoras de cantos y cuentos, cuando no en verdaderas autoras de la primitiva lírica en la mayor parte de las culturas del mundo. Porque a pesar del confinamiento, las mujeres han ido estableciendo relaciones en el ámbito doméstico y en el vecinal, con trabajos como coser,  ir a las fuentes o a los lavaderos públicos, que les permitían ir tejiendo con la palabra sus propias experiencias de la vida cotidiana y de su condición de mujeres, sobre el cañamazo de la ideología dominante masculina.
Personalmente he tenido la suerte de disfrutar de mis dos abuelas, mi madre y mis tías, de las que oía muchas historias y canciones. Y cuando mi hermana pequeña y yo estábamos con una de mis abuelas y comenzaba la frase - “¿Sabéis qué?”, mi hermana siempre preguntaba con los ojos muy abiertos: -“Abuelita ¿esa es una historia o un cuento?” y recordamos todavía la dura “historia” -tantas veces repetida- de su amiga Herminia, que se enamoró de un muchacho veinte años más joven que ella, se casaron y cuando Herminia murió, él no pudo soportar  la pena y se suicidó.
Las personas de mi generación podemos recordar aún aquellas voces de nuestra infancia, en forma de romances y cuentos, de los que había algunos truculentos, nos asustaban personajes como el chupa-sangres o el destripador. De entre los romances, los que más recuerdo son los tristísimos, como el de “Las tres cautivas” o “Delgadina”, en versión moralizada para que a las niñas no  nos escandalizara  el incesto que  el  auténtico narraba. Recuerdo  que este romance, junto a aquello del catecismo del Padre  Astete: "Fue virgen antes del parto, en el parto y después del parto" fueron de los cuentos que más me pudieron inquietar en la niñez. Pero quizá el que más me atemorizó fue la Pasión de Cristo, me la leía alguien de la familia una Semana Santa, mientras estaba en la cama con unas anginas respetables, hasta que musité: “quiero dormir un rato”. Muchos años después, descubrí, en los versos de Antonio Machado, que no era la única a la que le desagradaba el crucificado:
¡Oh, no eres tú mi cantar,
no puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en la mar!



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